Introducción: San Sebastián, Escenario Real de la Belle Époque
En la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, San Sebastián se transformó de una ciudad portuaria a un deslumbrante escenario para el veraneo de la realeza y la aristocracia europea. Este cambio no fue casual, sino el resultado de una cuidadosa construcción de imagen y una serie de inversiones estratégicas que la posicionaron como la «Perla del Cantábrico». En el corazón de esta transformación se encuentra una de las curiosidades más fascinantes de su historia: una suntuosa caseta de baños móvil, un palacete sobre raíles que encarna el lujo, la tecnología y las costumbres de la Belle Époque donostiarra.

El origen de esta tradición se remonta a 1845, cuando la reina Isabel II, siguiendo la recomendación de sus médicos para tratar una afección cutánea, popularizó la práctica de los «baños de ola» en la playa de la Concha. Su presencia atrajo a la corte y a la élite social, convirtiendo el baño de mar en un ritual que combinaba terapia y sociabilidad. Sin embargo, fue bajo el patronazgo de la reina regente María Cristina de Habsburgo cuando San Sebastián alcanzó su cénit. Tras enviudar en 1885, eligió la ciudad como residencia estival oficial de la corte a partir de 1887 , un acto que consolidó su estatus y desencadenó una era de esplendor y desarrollo urbano sin precedentes.
En este contexto de intensa rivalidad con otros balnearios de moda como Santander, que construía el Palacio de la Magdalena , o el cosmopolita Biarritz, frecuentado por la emperatriz Eugenia de Montijo, cada elemento de exclusividad contaba. La construcción de infraestructuras de lujo como el Gran Casino en 1887 (hoy Ayuntamiento), el Palacio de Miramar en 1889 o el Hotel María Cristina en 1912 formaba parte de una estrategia deliberada para cimentar el prestigio de la ciudad. Dentro de esta dinámica, la Caseta Real de Baños no puede ser vista como una mera excentricidad.
Fue una pieza clave en esta estrategia de diferenciación, una manifestación tangible del estatus de «Playa Real» concedido en 1887 y un símbolo del poder y la modernidad de la monarquía española en el competitivo escenario europeo. Su existencia respondía a las estrictas normas de decoro de la época, que hacían impensable que la realeza se expusiera en traje de baño, requiriendo un dispositivo que garantizara su privacidad desde el paseo hasta el agua.2 En su apogeo, la playa llegó a estar salpicada por hasta 242 de estas casetas, aunque ninguna tan sofisticada como la real.
Una Tradición sobre Ruedas: De los Bueyes al Vapor
La evolución de las casetas reales en la playa de la Concha es un reflejo directo del progreso tecnológico y de las crecientes aspiraciones de la Casa Real a lo largo de casi setenta años. Lo que comenzó como una solución práctica y rústica se transformó en un sofisticado ingenio mecánico, marcando una clara jerarquía en la arena.
La Primera Caseta (c. 1845): La Tracción Animal
El primer pabellón real portátil, construido para los baños de la joven reina Isabel II, era una estructura funcional de madera. Su mecanismo de desplazamiento era rudimentario pero efectivo: se deslizaba sobre raíles provisionales y era movido por la fuerza de tracción animal, concretamente una yunta de bueyes. Este sistema, compartido por el resto de aristócratas y veraneantes adinerados que también poseían sus propias casetas rodantes, establecía un método para preservar el pudor, pero no diferenciaba tecnológicamente a la monarca del resto de la élite.
La Segunda Caseta (1894): La Revolución del Vapor
El verdadero protagonista de esta historia, el palacete móvil que aparece en las fotografías históricas, fue construido en 1894 para el uso de la reina regente María Cristina y su hijo, el futuro rey Alfonso XIII. Esta nueva caseta representó un salto cualitativo radical, tanto en estilo como en tecnología, y estuvo en servicio hasta el año 1911.
Su principal innovación era el mecanismo de propulsión. Abandonando la tracción animal, la nueva caseta se desplazaba gracias a un pequeño motor de vapor (maquinita de vapor) que la impulsaba a lo largo de un sistema de raíles dobles y fijos que cruzaban la playa desde el paseo hasta la orilla. Este ingenio mecánico, que causaba asombro y admiración entre los donostiarras de la época, no era un simple detalle técnico. En plena era de la Revolución Industrial, la tecnología era un poderoso símbolo de progreso, estatus y modernidad.
Al adoptar el vapor para su caseta personal, la monarquía española realizaba una exhibición de poder y sofisticación. Este avance tecnológico creaba una visible jerarquía en la playa: mientras la aristocracia seguía dependiendo de la fuerza tradicional y rural de los bueyes, la realeza se deslizaba hacia el mar en una máquina que representaba el futuro industrial. La caseta no solo los transportaba al agua; lo hacía de una manera que reforzaba su estatus único y su alineación con la vanguardia del progreso.
La Joya Morisca sobre Raíles: Arquitectura y Arquitecto
La caseta móvil de 1894 no solo era una maravilla técnica, sino también una pieza arquitectónica singular, un «palacete móvil» cuyo diseño y autoría revelan las corrientes estéticas de la época y las redes de influencia que dieron forma a la San Sebastián de la Belle Époque.
Análisis Estilístico
Su estilo, descrito en crónicas de la época como «árabe» o morisco, se inscribe plenamente en el eclecticismo historicista que dominaba la arquitectura española de finales del siglo XIX. Este estilo neomudéjar se manifiesta en varios elementos clave:
- Cúpulas bulbosas: Dos pabellones octogonales flanquean el cuerpo central, cada uno rematado por una cúpula de perfil bulboso, decorada con un patrón de franjas bicolores que le conferían gran vistosidad.
- Decoración calada: Las ventanas y paramentos están adornados con profusa decoración de celosías y motivos geométricos calados, que evocan las tracerías de la arquitectura nazarí y mudéjar.
- Estructura simétrica: La composición es simétrica y equilibrada, con un cuerpo central que alberga una terraza cubierta, protegida por un toldo a rayas, y los dos pabellones laterales que funcionarían como vestidores o salones privados. A pesar de su apariencia suntuosa, era una construcción de madera, diseñada para ser lo suficientemente ligera como para ser desplazada por su motor de vapor.
Identificación del Arquitecto: Manuel Echave y Zalacaín
Las fuentes históricas atribuyen el diseño de esta caseta de 1894, promovida por la Diputación Provincial, a un «señor Echave». Investigaciones más precisas confirman que se trata de
Manuel Echave y Zalacaín (1846-1908). Esta atribución es coherente y lógica, ya que Echave ostentaba el cargo de Arquitecto Provincial de Gipuzkoa desde 1882, sucediendo a su suegro. Como arquitecto de la Diputación, era la figura natural para encargarse de un proyecto de tal envergadura y simbolismo para la institución. Su relevancia en la época queda demostrada por otras obras de gran importancia, como su participación en el diseño de la Catedral del Buen Pastor de San Sebastián o el Archivo Provincial de Tolosa.
Para contextualizar su figura, es útil mencionar al otro gran arquitecto del momento, José Goicoa Barcaíztegui (1844-1911), quien como arquitecto municipal, impulsó una visión de San Sebastián como ciudad turística y de servicios. Aunque Goicoa fue responsable de innumerables edificios y del trazado de la ciudad, las fuentes vinculan inequívocamente el diseño de la caseta móvil de 1894 a Manuel Echave.
Este dato conduce a un descubrimiento notable sobre las relaciones profesionales y personales que definieron la arquitectura de la ciudad. El arquitecto de la caseta permanente que sustituiría a la de Echave en 1911 fue Ramón Cortázar Urruzola. Una fuente biográfica clave revela que Manuel Echave estaba casado con Teresa Cortázar Urruzola, hermana de Ramón Cortázar. Es decir, los arquitectos de ambas casetas reales, la móvil y la fija, eran
cuñados. Esta conexión familiar, sumada al hecho de que Echave había sucedido a su suegro y padre de Ramón, Antonio Cortázar, como arquitecto provincial, demuestra que la transformación del frente marítimo de la Concha fue, en cierto modo, un asunto gestionado dentro de una misma y poderosa saga de arquitectos. La transición de una caseta a otra no fue solo un cambio estilístico y tecnológico, sino un «relevo» dentro de la élite familiar y profesional que moldeó el rostro de San Sebastián.
Capítulo 3: De la Arena al Mármol: El Ocaso de la Caseta Móvil y el Nacimiento de un Icono Permanente
A principios del siglo XX, la magnífica pero engorrosa caseta de vapor había llegado al final de su vida útil. Su sustitución por una estructura fija y monumental no fue un hecho aislado, sino la pieza central de una ambiciosa remodelación que definiría para siempre la fachada marítima de San Sebastián.
El Fin de una Era
El sistema de la caseta móvil, a pesar de su ingenio, presentaba inconvenientes insalvables. El coste de montar, desmontar y mantener la estructura y su maquinaria cada temporada era excesivo. Además, la creciente popularidad de la playa, con la proliferación de casetas de alquiler y el constante trasiego de los bueyes que las transportaban, generaba una congestión considerable y restaba esplendor al conjunto. La necesidad de una solución más moderna, eficiente y permanente era evidente.
La Gran Remodelación (1910-1912) y la Caseta Permanente
La decisión de construir una caseta real fija se integró en un proyecto de mayor envergadura: la remodelación integral del Paseo de la Concha y la construcción del nuevo y lujoso Balneario de La Perla. Este plan, liderado por el arquitecto Juan Rafael Alday, también incluía la instalación de la hoy icónica barandilla.
La nueva Caseta Real de Baños fue diseñada por el arquitecto provincial Ramón Cortázar Urruzola (1867-1945). Inaugurada, según diversas fuentes, en el verano de 1911 o de 1912, la nueva edificación supuso un cambio de paradigma. Construida para perdurar, se emplearon materiales nobles y modernos como el hormigón armado, la piedra caliza de Mutriku y el mármol blanco de Saldias. Su coste, que ascendió a unas 93,900 pesetas de la época solo para el edificio, reflejaba su carácter monumental. La fachada, de un elegante estilo ecléctico, estaba originalmente realzada con dorados, escudos reales y leones policromados, proyectando una imagen de lujo digna de la realeza.
Funcionalmente, también representó una modernización. En lugar de deslizar toda la estructura, se implementó un sistema más ágil: una pequeña barca cubierta se deslizaba por un embarcadero desde la terraza inferior de la caseta directamente hasta el agua, transportando a los monarcas con total privacidad y eficiencia.16
La transición de la caseta móvil a la fija representa algo más profundo que una simple actualización. Simboliza un cambio en la concepción misma de la ciudad. San Sebastián dejaba atrás la idea de ser un «campamento de verano» de élite, con arquitecturas efímeras y lujosas, para consolidarse como una capital turística con una identidad arquitectónica permanente y monumental. La arquitectura efímera dio paso al monumento, reflejando la ambición de la ciudad por ser un icono visual durante todo el año, no solo durante la temporada estival.
Capítulo 4: Legado y Memoria: La Huella de la Caseta en la Playa y la Ciudad
Aunque el palacete móvil de 1894 desapareció físicamente, su memoria y la de su sucesora de mármol han perdurado en el paisaje físico y cultural de San Sebastián, dejando tras de sí un legado complejo, a veces inconsciente y a menudo alterado por el devenir histórico.
El Misterio del Final
Una de las preguntas más intrigantes es qué ocurrió con la caseta de estilo árabe tras ser retirada en 1911. Las fuentes históricas son unánimes en su laconismo: simplemente «desapareció». No existen registros documentales sobre su venta, desguace o posible traslado a otra ubicación. Las búsquedas en archivos hemerográficos de la época, como los de
La Voz de Guipúzcoa o la Revista de Obras Públicas, no han arrojado ninguna noticia sobre su destino. Este silencio convierte su final en un pequeño pero fascinante misterio, una pieza perdida del patrimonio donostiarra.
La Memoria en el Espacio Urbano
A pesar de su desaparición, la caseta móvil dejó una huella indeleble en la ciudad. Su legado pervive de dos maneras significativas:
- Toponimia Popular: La tradición oral ha conservado su recuerdo. Aún hoy, la zona de la playa donde se asentaba es conocida por algunos donostiarras como «la caseta de la reina», un nombre que mantiene vivo el recuerdo de la estructura más de un siglo después de su desaparición.
- La Barandilla de la Concha: La evidencia física más tangible y curiosa se encuentra en la icónica barandilla del paseo. Diseñada por Juan Rafael Alday en 1910, la barandilla mantiene un patrón floral uniforme a lo largo de cientos de metros, con una notable excepción. Justo en el tramo que se encuentra frente a la antigua ubicación de la caseta real y junto al balneario de La Perla, el diseño del enrejado es completamente diferente al resto. Este tramo anómalo funciona como un marcador arquitectónico, un «fósil» urbano que, de manera casi inconsciente para el paseante, señala el lugar exacto donde se erigía el pabellón real.
El Legado Alterado de la Caseta Permanente
La historia de la caseta de piedra de 1911 es también una de transformación y reinterpretación. Con la llegada de la II República en 1931, seguida de la Guerra Civil y el franquismo, el edificio, símbolo por excelencia de la monarquía, entró en un periodo de decadencia y abandono. Su uso real cesó, y sus símbolos fueron alterados. En un acto de reescritura histórica, la corona real borbónica que remataba el escudo de la fachada fue sustituida por una corona mural, el emblema de la República.
Sorprendentemente, este cambio, probablemente realizado entre 1931 y 1936, ha sobrevivido a restauraciones posteriores y pervive hasta hoy, convirtiendo un monumento monárquico en portador de un símbolo republicano. En los años 50, el edificio fue cedido para usos deportivos, y actualmente alberga la sede de la Federación Guipuzcoana de Piragüismo, habiendo perdido su policromía original pero manteniendo su elegante estructura.
El legado de ambas casetas es, por tanto, doble y paradójico. Por un lado, la caseta móvil ha dejado una herencia casi fantasmal, una ausencia que sigue definiendo un fragmento del presente a través de la memoria oral y una anomalía en la barandilla. Por otro, la caseta permanente representa un legado alterado, un monumento cuyo significado original fue deliberadamente modificado por los vaivenes políticos. Juntos, estos destinos demuestran cómo el paisaje urbano es un palimpsesto dinámico, un campo de batalla donde la historia y la memoria se negocian constantemente entre el olvido, la preservación y la reinterpretación ideológica.
Conclusión: Un Símbolo de Lujo, Transición y Misterio
La caseta real móvil de la playa de la Concha, utilizada entre 1894 y 1911, trasciende la categoría de mera anécdota histórica para revelarse como un artefacto cultural de múltiples significados. No fue simplemente un vestidor sobre ruedas, sino un objeto que encapsula la esencia de la Belle Époque donostiarra: el refinado lujo de una corte en veraneo, la fascinación por la tecnología como símbolo de estatus y la importancia de la imagen en la consolidación de San Sebastián como un destino de prestigio internacional.
Su evolución, desde la tracción con bueyes hasta el motor de vapor, y su posterior sustitución por una estructura monumental de mármol, la sitúan como un perfecto objeto de transición. Fue un puente entre las costumbres decimonónicas, marcadas por el pudor y la dependencia de la fuerza tradicional, y la inminente modernidad del siglo XX, con su apuesta por la mecanización y la arquitectura permanente. El análisis de sus artífices, los arquitectos Manuel Echave y Ramón Cortázar, revela además una fascinante trama de relaciones familiares y profesionales que gobernaron el desarrollo urbano de la ciudad.
Finalmente, la historia de la caseta se cierra con un velo de misterio. Su destino final, desconocido y no documentado, sirve como una poderosa metáfora de la propia Belle Époque: una era de esplendor brillante, de ingenio y de lujo deslumbrante que, como el palacete errante, fue en última instancia efímera. Desapareció con la llegada de nuevos tiempos, dejando tras de sí monumentos icónicos, recuerdos arraigados en la cultura popular y algunas preguntas que, probablemente, permanecerán para siempre en la arena de la historia.